Pasó el centenario de Rafael Zabaleta (1907-1960) con la absoluta indiferencia del esnobismo cultural reinante. Predecible quizás, pero nunca admisible. Cuando se cumplió el cuarenta aniversario de su muerte en el año 2000, a las puertas de una década, de un nuevo siglo..., Zabaleta seguía siendo marginado por los gestores y entendidos afines a la modernidad más rabiosa, demasiado ocupados por absorber o adivinar las llamadas “últimas tendencias” como para prestar atención a un lejano pintor de provincias, original, con buen oficio..., pero, al cabo, de provincias (como Van Gogh, como Gaugin... ¿o no?). Afortunadamente, Zabaleta ha sobrevivido a la desidia de los comisarios actuales y ha mantenido en la última década una digna presencia en las subastas de arte español, por aquello de que lo bueno se sustenta por sí solo, sin especulativas operaciones de maquillaje. Y he aquí que nos acercamos al cincuenta aniversario de su muerte, y aunque algunas cosas hayan cambiado a mejor (como es la anunciada finalización de su nuevo museo en Quesada y la atención que su patria chica, Jaén, le viene dispensando) no se vislumbra entre las altas esferas de la cultura nacional la merecida retrospectiva que su obra necesita en el mayor centro del arte moderno de nuestro país, estos es, el museo Reina Sofía, en el que viene exponiéndose uno de sus trabajos aunque otros sigan durmiendo el sueño de los justos.
Una vez más nos vemos obligados a reivindicar la valía de un artista que buena parte de la crítica actual tiende a ignorar. Su obra, de paisajes y paisanajes, no es ningún paradigma de modernidad estridente, pero tampoco el resultado de una ingenuidad artística despegada de su tiempo. Zabaleta se nos muestra como una de tantas aventuras solitarias apegadas a la Naturaleza y a las gentes que lo rodeaban, bien que se refleja en su trabajo, pero también como un pintor dotado técnica y humanamente que, a poco que se profundice, queda patente desde el primer momento. Su arte hay que entenderlo, pensarlo y saborearlo desde dicha tesitura, y acaso también, desde la difícil situación del panorama artístico español de posguerra. Sus conexiones con la vanguardia no dejan de ser tangenciales, aunque lógicas en cualquier personalidad inquieta que desee vivir su momento histórico. Otro aspecto definitorio de su trayectoria vital fue la soledad; probablemente, debió asumir su aislamiento como quien vive en tierra de nadie, con un pie y una maleta entre sus contactos con el incipiente y precario mundillo artístico madrileño, y el otro anclado a su patrimonio y a su tierra, a la que tan unido se sentía pero en la que no pasaría de ser un bohemio con apego a la vida rural.
Ciertamente, su obra refleja todas las circunstancias de su existencia: los paisajes, la fauna o las gentes que lo rodearon; pero esto, importante en sí, no consigue ocultar al verdadero pintor –he aquí la diferencia entre Zabaleta y otros aficionados sin formación académica e inquietudes intelectuales–, un pintor extraordinariamente dotado para el color y la composición, primoroso e intenso, equiparable sólo por tales características a los grandes creadores. Porque cuando se habla de estas aptitudes, de estas inquietudes sensoriales e expresivas, la obra es en esencia abstracta y autosuficiente, pues implican unos contenidos vitales fuertemente emotivos y expresados con rotundidad, que emanan directamente de la inteligencia de los sentidos –del Alma humana, en definitiva–. En sus cuadros coexisten, pues, dos realidades significativas: la figurativa, apreciable para todo el mundo en mayor o menor grado, y la que se deduce de su interés por compendiar aportaciones modernas, bien valorada en su momento por los críticos e intelectuales receptivos a los nuevos tiempos.
Varias peculiaridades más han condicionado su presencia y han hecho que nuestro autor permanezca en un segundo plano esperando que el tiempo acabe otorgándole el lugar preponderante que merece en la pintura española del siglo XX, pues un artista volcado hacia sí mismo no casaría bien con la mentalidad de “ruptura burlona con la tradición” que se impusiera en los años posteriores a su fallecimiento. Otro aspecto a tener en cuenta es que sus creaciones más audaces, las que realizara después de la Guerra Civil y que pudieron verse en Jaén y Granada entre 1995 y 1996, permanecen desperdigadas en colecciones particulares y museos, mientras que las que donara a su museo en Quesada no han podido salir de allí por deseo del pintor y los litigios de los familiares, una verdadera losa para el conocimiento y la difusión de su trabajo que esperemos se resuelva en favor del interés divulgativo. Zabaleta fue además, para su infortunio definitivo, un artista sincrético antes que de experimentos rupturistas, es decir, de síntesis estilística (de influencias, dirán otros, pues ¡venditas éstas!). Su desaparición en 1960 –en plena eclosión del Informalismo en España y con una segunda oleada de movimientos vanguardistas a nivel internacional– bien podría “resumir y poner fin” a la pintura de cien años de Modernidad, pues ese lado costumbrista de herencia decimonónica se conjugó con las aportaciones de la primera mitad del siglo XX en lo referente a la “intelectualización” de la forma, y, cómo no, con su soberano magisterio en la utilización del color, con una gama de registros que exploraban y aglutinaban las experiencias modernas más destacadas al respecto.
Observemos si no un magnifico ejemplo del arte zabaletiano. En 1946, nuestro autor acometió el proyecto de pintar cuatro versiones de la plaza del pueblo que le vio nacer, Quesada (Jaén), un tema trivial y nada moderno. Si por curiosidad observáramos estos cuadros reproducidos en fotografías en blanco y negro, estoy por aseverar que poco o nada nos dirían. Sin embargo, cada pieza sola es una pequeña joya y exhorta nuestra atención por lo trabajo y sugerente del color; y en su conjunto, ganan aún más por enseñarnos la que pudo ser, a mi juicio, la motivación primigenia del proyecto: una recreación del ciclo de la vida con sus variaciones térmicas, lumínicas y anímicas, esto es: las cuatro estaciones. Nos encontramos ante unos trabajos intimistas y emotivos (presentados mediante una representación de una plaza humilde a modo de excusa) que nos hablan del mundo interior del pintor, de sus vivencias como artista de lo visual que busca y encuentra lo más sensible de la cotidianidad de la existencia humana.
La primavera se nos muestra pletórica y sutil en transiciones cromáticas: violetas, verdes y rojos anaranjados se repiten en todo el lienzo (en árboles, paredes o montañas) creando una musicalidad cromática sin rastro alguno de perspectiva aérea, un concepto de la representación muy moderno y original. La representación estival viene marcada por la luminosidad y el colorido más caluroso: naranjas y amarillos irradian y contaminan el espacio representado, apenas contrarrestados por unos pequeños fragmentos de azul que no hacen sino apostillar la presencia arrolladora de la gama cálida; donde Zabaleta vuelve a dejar patente su maestría innata en el manejo de la composición, reservando unos fragmentos de blanco matizado con la probable intención de no saturar ni agobiar la mirada. El otoño (propiedad del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) supone el abandono de los colores puros en favor del ocre; la entonación, en el sentido más tradicional, luce su presencia triunfal, pues además de los árboles y el suelo de la plaza, paredes, montañas y cielo se dejan contaminar irremisiblemente por la “tonalidad dominante”, creando una sensación de atmósfera típicamente otoñal, en su monocromía. La representación invernal continúa la pérdida de la luminosidad iniciada en el otoño, acentuada por la introducción de tonos oscuros; un trabajo atípico dentro del paisajismo zabaletiano, fundamentalmente optimista, que nos remite a algunos de sus bodegones e incluso al universo de Solana.
Zabaleta, en su afán por compilar sabiduría, utiliza sin prejuicios los recursos que le son necesarios en función de la intención emotiva, relegando cuando lo ve necesario su consabida querencia por la luminosidad del color. El ciclo, en su conjunto, constituye una lección magistral de las posibilidades de la pintura en sí, sin tiempo ni modas. Y es que nuestro pintor, el tímido, el provinciano, el solitario, el sensible artista jiennense, fue uno de los pocos maestros del color de su tiempo, sin pertenecer a ningún corriente concreta sino absorbiendo y reinterpretando lo que le interesaba, sin estridencias, sin justificaciones teóricas de certidumbre dudosa,... sin nada que no fuera oficio, inteligencia y sensibilidad.
Despistados por la impronta exacerbada de los primeros expresionistas alemanes (a los que Zabaleta se acercó en numerosos trabajos a su modo), hemos llegado a creer que el color, para que resultara expresivo y dijese algo por sí mismo, debía resaltar de forma inmediata sobre cualquier aspecto de la creación. Así, los rojos, los amarillos o los azules aparecen en determinados autores casi puros y poco mezclados para impactar de forma inmediata, para que actúen con “fuerza”. Deberíamos analizar hasta dónde se puede llegar con el color chillando continuamente al espectador, porque sospecho que no mucho más allá. Sin duda que esta opción es válida, pero también lo son otras, como las obras comentadas, en las que el color, a modo de orquestación inteligente, se mueve entre lo sutil y lo contundente según las intenciones expresivas, manifestando de forma directa esa capacidad de sugerir que posee, aunque sin atropellar la mirada.
No siempre estuvo Zabaleta tan inspirado en la utilización del color, no tanto porque no encontrara el leitmotiv que lo auspiciara, como por la propia esencia de su evolución. Debió sentir la necesidad de reorientar su estilo para alcanzar un mayor reconocimiento, dejándose influenciar por las maneras de Picasso, a quien conoció en un viaje a Paris por dichos años (peregrinaje habitual en la época). Un esfuerzo plausible que ya apuntara en otros soportes, si bien, con dicha evolución formal, con la que consiguió mayor originalidad al incidir en la síntesis geométrica a través del dibujo, se agazapó en parte la intuición y sensibilidad de un pintor que quizás en otro contexto no hubiese necesitado de aquélla para cosechar el favor de los expertos afines a los nuevos tiempos.
Cuántos años más harán falta para que la maestría y sensibilidad de este solitario jienense vean la luz más allá de sus paisanos y un reducido grupo de fieles admiradores nacionales... Prometemos seguir en la brecha.
por Fernando Torres Rodríguez
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